Las democracias del hoy están vapuleadas por el imperante relativismo y me pregunto si debería haber democracias no relativistas, tema que la ciudadanía anda más cercana a la política del espectáculo. Nunca más que hoy los derechos humanos han estado subordinados al pluralismo y, ello significa que un fundamento de verdad es imprescindible para la vida de toda democracia.

No nos olvidemos que el Estado, tal cual hoy, no es fuente de verdad y de moral, y que su finalidad no puede consistir solo en la mera libertad sin conexión a la verdad si no desea ser rebajada al último escalón de una eficaz banda de vándalos.

Desde hace tiempo se desea desterrar del ámbito político la idea del bien, de lo verdadero. Relativismo quiere decir rechazar el derecho natural por alejarse del mundo metafísico y, por tanto, se cambia de acera y se propugna que no existe otro principio por encima que el de la mayoría.

La verdad, no olviden, no es producto de la política, sino que la precede y, por tanto, la ilumina. Así, la política será justa y favorecerá la libertad cuando se ponga al servicio de un conjunto de valores y derechos que la razón nos propone. 

El papel del Estado por tanto no es procurar el bien del ciudadano, pero sí permitir y conservar la ordenada convivencia entre la ciudadanía. No es tarea del Estado el transformar el mundo en un paraíso y ni siquiera puede conseguirlo; sin embargo, cuando desea acercarse a ello, acaba en erigirse en “absoluto”. 

Se comporta entonces como si fuese el mismísimo Dios y, por esa razón, se convierte en una “bestia” del que se habla en el Apocalipsis. Ante este paradigma el Estado no solo tiene que dejar abierto un gran espacio para algo distinto a él, con rango superior si se deja: recibir la verdad sobre la ley y el derecho y, siempre “desde fuera”, pues no la posee en sí mismo.

La historia del siglo XX nos ha demostrado que la mayoría, muchas veces, puede ser embaucada y manipulada, y que a la libertad cabe destruirla en nombre de la misma libertad. En última instancia, aquí se termina cayendo en el cinismo donde si la “mayoría” siempre tiene razón, entonces el derecho puede pisotearse sin reparo alguno. De hecho, en el fondo del asunto, solo cuenta el poder del más fuerte que sepa adquirir el favor de tal  mayoría.

Platón, en su momento lo dejaba claro y partía de su convicción:” solo puede gobernar bien aquel que conoce y ha experimentado el bien en primera persona”. Al contrario, Rousseau, comentaría que la democracia se rebela contra la tradición cristiana. Me quedo con lo que en su momento Ratzinger comentaría: El Estado no es un fin de verdad y de moral.

Su finalidad no puede consistir en la promoción de una verdadera libertad, sin conexión con la verdad y, para fundamentar una ordenada convivencia entre las personas, que tenga sentido y sea habitable, necesita un mínimo de verdad y de conocimiento del bien; eso sí, no manipulable. De lo contrario queda rebajado al nivel de una eficaz banda de ladrones, porque como ésta se encontraría siendo definido en una perspectiva instrumental y no basada en la justicia, que señala el bien en sentido universal y es igual para todos”.

La verdad, de nuevo, debe proponerse acoger “desde fuera” y hacer propio, el patrimonio de conocimiento y de verdad relativo al bien, del que no debe ni puede prescindir. Este “fuera” es la pura evidencia racional y, sin embargo, una evidencia racional de tal pureza, e independiente de la dimensión histórica no existe.

La razón metafísica y la razón moral “funcionan” y se detectan presentes sólo dentro de un contexto histórico, del que dependen y al que a la vez trascienden. Así, todos los Estados han obtenido las evidencias morales racionales, permitiéndolas desplegar sus propios efectos, de las tradiciones religiosas previas (que en su momento fueron también ámbitos de educación moral).

La fe cristiana ha dado pruebas de sí misma como creadora de una cultura religiosa universal y racional en grado sumo. También hoy ofrece a la razón ese patrimonio básico de intuiciones morales que conduce a adquirir evidencias ciertas y fundamentadas en el campo ético, o al menos justifica una moral razonable, sin la cual una sociedad y un Estado no pueden alcanzar la más elemental consistencia.

La canción del peruano Adrián Flores, “alma, corazón y vida”, en música criolla y popularizada a nivel internacional, nos vuelve a recordar que, ante las nuevas elecciones del próximo julio seamos conscientes no de los diversos espectáculos políticos veraniegos sino de aquellos que nos garanticen y tengan claro lo que las anteriores líneas les he dejado y que ustedes, libremente, lo acepten o no. Ahí está la auténtica verdad, y libertad, de tejas abajo. Veamos si caminamos hacia una auténtica democracia. 

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