Opinion Julio Moreno 09/07/2021

Aquellos maravillosos años

Mis padres siempre me decían “ no tengas prisa por crecer. Estos son los mejores años de tu vida “

“ Calle arriba caminé tranquilo, al encuentro de un invierno frio que dejé pasar. Al doblar la esquina de la acera, di de bruces con la primavera, no la vi llegar. Un verano sin escusa y en otoño me olvidó la musa, me dejó marchar. Me perdí en las estaciones y hoy el tren paró por vacaciones, no quiere arrancar “. ( “ Estaciones “ . Antonio Vega ).

Al margen de ser una genialidad, esta letra de Antonio Vega refleja perfectamente la sensación que el tiempo produce en mí. No sé ustedes, pero yo,  desde hace bastantes años, tengo la sensación de que mi vida va en un tobogán, a toda velocidad, sin tiempo para la reflexión ni para darme cuenta del paso de los meses y de los años.

 No deja de ser irónico que, a medida que tu tiempo se va consumiendo, todo vaya más deprisa. Recuerdo muy bien que cuando era un niño, un año era una eternidad. El tiempo transcurría lento, como esos ríos caudalosos que parecen no avanzar. Un curso escolar era eterno, no llegaba nunca el verano. Eso si, cuando llegaba, eran tres meses de vellón.

Mis padres siempre me decían “ no tengas prisa por crecer. Estos son los mejores años de tu vida “. Nada más cierto. Solo tienes unos pocos años para ser niño y todo el resto de tu vida para ser adulto. Transcurrida la infancia, el resto es un coñazo. Si hubiera sido consciente de ello, no hubiera tenido ninguna prisa por crecer.

 No obstante, los que como yo nacimos entre los sesenta y los setenta, hemos sido una generación magnífica, que hemos tenido la fortuna de ser niños en una época en la que aún se podía ser niño. Precisamente, en estos días de verano, el mundo se abría ante nosotros, la calle era nuestro medio, el balón, la bicicleta.

Recuerdo que, para jugar al futbol en el colegio Pasamonte, enfrente de casa, nos saltábamos la valla. No era una actividad de riesgo, pero tenía su punto.

Por nuestra calle bajábamos en bicicleta porque era una calle sin salida y apenas pasaban coches. Hoy, sin embargo, es la calle que da salida a la m30 desde Moratalaz y tiene un tráfico atroz.

 Una de nuestras actividades más celebradas era clavar un petardo de diez en una mierda de perro y esperar a que pasase alguien para encenderlo. Eso sí que era esparcir la mierda, y no lo que hace Monedero en Tuiter.  Si no han hecho esto nunca, siento decirles que ya no están a tiempo. Ahora no hay petardos de diez y, si me apuran, tampoco hay mierdas de perro.

 Como ya he contado en alguna otra ocasión, otra de nuestras actividades habituales era sacar la escopeta de perdigones para disparar desde la terraza a los pájaros, a los gatos o a lo que se terciase.

Tengo que decir que mi terraza daba a un instituto que, lógicamente, se encontraba cerrado por vacaciones, por lo que el riesgo era mínimo. Supongo que si uno de mis hijos hiciese eso hoy, lo sacarían en la sección de deportes del telediario de antena 3, junto al atropello de algún ciclista por parte de un camionero borracho. Si, la sección de deportes de antena 3 es bastante surrealista, no me pregunten por qué.

 Cuando nos cansábamos de calle, nos subíamos a casa a gastar bromas telefónicas. Hay que decir, por si hay algún millenial entre mis lectores, que entonces los teléfonos eran analógicos y no aparecía el número de quien te estaba llamando. Una vez más, esto hoy sería imposible.

 Una de nuestras favoritas era llamar a un número, generalmente al azar y, haciéndonos pasar por técnicos de telefónica, que era la única operadora entonces,  pedirle a quien contestaba que marcase un número, por ejemplo, el dos. A continuación, le pedíamos que marcase otro número, y así varias veces, hasta que, llegando al límite de su paciencia, le decíamos “ ahora, por favor, métase el dedo por el culo “. Las reacciones al otro lado de la línea eran para grabarlas. De hecho, aún conservo alguna cinta en algún cajón perdido.

 La broma en sí no tenía mucha gracia, salvo porque al cabo de un tiempo prudencial, volvíamos a llamar al mismo número, preguntando si algún gracioso había llamado con el tema de los números. Cuando el interlocutor nos confirmaba que sí, que le habían llamado, le decíamos que llamábamos para decirle que ya se podía sacar el dedo del culo. Apoteósico.

 Podríamos pensar que éramos unos gamberros. Realmente, éramos niños. Niños que no estaban absorbidos por la play y los teléfonos móviles. Niños que jugábamos juntos, en pandillas, que nos reíamos a carcajadas, como debe hacer un niño.

 Nunca más he vuelto a reirme como cuando tenía catorce años. Y lo más triste es que, con seguridad, nunca más volveré a hacerlo. Así que si sus hijos, como los míos, hacen alguna trastada, antes de ser muy severos recuerden su infancia. No conseguirán reírse, pero al menos sonreirán.

 “ Hoy dijo la radio, que han hallado muerto al niño que yo fui “. ( “ Eclipse de mar “. Joaquín Sabina ).

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