Mientras que en temporadas preelectorales nos encontraremos ciudades con aspectos que nos hacen dudar donde nos encontramos, los elementos de construcción como el cemento, hormigón o asfalto serán las cartas credenciales para la presentación de diversos partidos políticos a la hora de sus reelecciones. Sin embargo, ni en los sucesivos discursos políticos ni en la realidad ciudadana se divisarán signos de interés por la innovación, la investigación o incluso lo mejor de la educación.

Ya nos decía Unamuno, en plan malicioso que, al español le gusta el bulto, los temas zoquetes, lo máximamente concreto, mientras que desconfiamos de los conceptos, sospechamos de las ideas y nunca hemos manifestado especial amor por la ciencia. Hasta en la UE, donde no encontraremos muchos linces, se han percatado de esta querencia hispana y nos recomiendan que invirtamos la actual tendencia y gastemos mucho menos en infraestructuras y sí el doble en investigación. Eso sí, demostrando cómo lo gastamos. 

Es curioso que al hablar con personas dotadas, rigurosas y atentas en realidades sociales han dado al hecho de que las listas de los libros más vendidos de no ficción ofrecieran títulos tan poco atractivos, mientras que, pasarán sin pena ni gloria ensayos de mucho mayor gordura, me ofrecieran respuestas tan demoledoras como: “en España, la derecha no lee, y la izquierda es intelectualmente masoquista”. No salgo de mi asombro ante tal objeción.

Que el personal en torno al mundo de la derecha, salvo excepciones, se ha comprobado que no es la lectura “santo de su devoción” parece ser una realidad. Pero la verdad, esperaba que entre las desgracias de muchos males, los gobiernos de izquierdas, con sus proclamas a favor de la Ilustración, nos trajesen un mayor interés por la cultura y crecientes inversiones en fomento del saber. Sí es verdad que el mundo de la España de la charanga y pandereta de Antonio Machado sigue siendo una realidad a fecha de hoy, tanto por un lado como por el otro.

Ambas partes, los mundos social comunistas y neoliberales españoles actuales andan demasiado ocupados en manipulaciones de todo tipo, en declarar culpables de todo a aquellos a quienes no permiten ni alzar la voz, y en confundir la modernización con las maniobras de desprotección de los más débiles. El anuncio del advenimiento de la sociedad del saber corre el peligro de empantanarse en el lugar común donde chapotean la mayor parte de nuestras palabras.

Es bueno que nos convenzamos de una vez de que el paganismo de la mercancía ha pasado a la historia, y que la punta de lanza del progreso social y económico se encuentra ahora en el avance del conocimiento. La sentencia clásica decía que, a quienes maldicen, los dioses les conceden lo que desean. Pues bien, lo peor que le puede suceder a un país es tener petróleo: Irak, Venezuela, México, Ecuador, Rusia…En cambio, Finlandia no dispone más que de árboles y nieve, pero está a la cabeza de la innovación tecnológica y, no por azar, ocupa de los primeros puestos en el Informe Pisa sobre calidad de enseñanza.

Tenemos demasiadas universidades y la mayor parte andan lejos de lo que proclaman. Muchas de ellas se pueden considerar como auténticas instituciones de estudios superiores. No poseen bibliotecas de calidad y, realmente, la investigación es una referencia que no se localiza fuera de la fantasía. Hemos de volver a apostar por las ciencias teóricas y por las humanidades, pues el saber aplicado siempre se alimenta del conocimiento puro.

Entre los miles de carreras que se ofrecen actualmente en España, han disminuido las titulaciones de matemáticas, las lenguas antiguas, física teórica o historia. Y resulta penoso comprobar que la mayoría de las familias, tan laxas en cuestiones éticas, prohíben a sus hijos que estudien licenciaturas dedicadas, sin más, a las ciencias o a las letras. El paso hacia la sociedad del conocimiento consiste, sobre todo, en darnos cuenta en que la energía de los talentos humanos es incomparablemente superior a la fuerza de la materia y de todas sus posibles transformaciones.

En nuestro país tenemos un caudal impresionante de potencialidades por estrenar, que no son otras que las respectivas inteligencias y libertades de las personas que integran el mundo del trabajo. Liberemos esa tremenda fuente de energía de las trabas burocráticas y de las estrecheces mercantilistas, pero ante todo del pragmatismo de cortos vuelos que presenta como utopía cualquier surgimiento de lo nuevo. Un esquema económico basado en la construcción, en el turismo, y en una inmigración caótica tiene ante sí muy poco recorrido.

El dinamismo interno de la creación de riqueza encuentra actualmente su nacedero en la innovación de conocimientos. Tal creatividad, elevada a la segunda potencia, ya no está limitada ni esencialmente condicionada por las mercancías, por sus intercambios, por las capacidades financieras, ni siquiera por la disponibilidad creciente de información que deparan las nuevas tecnologías. Lo más serio es, ahora mismo, la educación, el aprendizaje, la investigación. Portugal nos está dando ejemplo de ello ahora mismo. 

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