¿RELIGIONES POLÍTICAS?

El poder temporal que ahora acampa sobre España aspira así con el objetivo de imponer a través de sus leyes las creencias que nos convienen

Opinion 29/11/2022 MARIANO GALIÁN TUDELA
Foto Mariano en casa
MARIANO GALIÁN TUDELA

A veces, nos pueden llegar susurros de ciertos politólogos europeos del siglo XVIII que amamantaron hasta el propio Voltaire advirtiéndonos de los grandes peligros que nos podría traer en algún momento dado el término “libertad”. Ahora, cuando estamos a punto de saltar al 2023 con un saco a cuestas cargado de apuestas indignas hacia su población, observamos como el poder temporal aspira hacia una nueva liturgia de adoración cuyo único objeto es el poder legislativo.

Los mismos que deseaban y desean liberarnos del yugo de la religión actualmente se arriesgan a convertirse, a ordenarse sacerdotes servidores de un culto, según ellos, menos opresivo. Ahora nos dan alas en qué hemos de creer, nos enseñan sus diez mandamientos, su credo ciudadano y, por tanto, hemos de echar las campanas al aire plenos de felicidad, con su nueva religión política que viene a salvarnos. 

El poder temporal que ahora acampa sobre España aspira así con el objetivo de imponer a través de sus leyes las creencias que nos convienen. Programan todo lo que debe suceder desde la educación como instrumento de sumisión completa, presentan dogmas inmutables y verdades científicas sacadas de sus chisteras.

A diferencia de las antiguas tiranías no oprimen ni atormentan nuestras carnes, sino el dominio absoluto de nuestras conciencias. Ni nos imaginábamos que estos supuestos libertadores o dioses y su oposición, que tan sibilinamente mecen la cuna neoliberal, fuesen capaces de desear defendernos de Dios sabe qué. Ahora, los herederos de la nueva religión política, englobada con un celofán perfecto, ocupa un espacio de auténtico vergel dentro de la Agenda 2030. Un buen filósofo de la ilustración escocesa también nos lo advertía hace algunos que otros años.

Ni Gobiernos, ni Parlamentos, de manera alguna pueden poner en cuestión discusiones históricas, filosóficas, científicas, religiosas, morales o estéticas. Ello no es de su competencia. Interpretar los diversos pensamientos o haceres de una nación competen solo a sus ciudadanos y a los representantes de alto grado universitario. Un Gobierno, aunque fuese ilustrado, ni puede ni debe imponer una visión de la vida por sus narices. Por lo demás, quien intenta imponer una supuesta verdad por decreto ley, ya nos está revelando que es falsa por naturaleza y, la verdad, recuerden, no necesita tal fuerza, pues se apoya en la razón. 

Podemos injuriar, calumniar, instigar, todo lo que la naturaleza humana sea capaz de menospreciarse, pero la libertad de alzar al aire nuestras opiniones, juicios, teorías o valoraciones es absoluta. Ni el dichoso BOE ni el Diario de Sesiones del Congreso tienen la fortaleza suficiente para establecer verdades.

Desear establecer “comisiones de la verdad” y reformar las mentes de los españoles son patologías de alto copete muy propias de políticos totalitarios, pero también, las gentes de dicha nación que callan y asumen sus directrices, por falta de formación, por no ser fuertes y salir a la calle a dar la cara también, en principio, se lo merecen, nos lo merecemos. Lo depravado de todo esto es que, con el tiempo, lo que ven en los que deberían ser ejemplo, los que están en el dique seco, se adhieren a sus pieles resecas de falta de movimiento.

Es muy cierto que existen hoy en España gobernantes a quienes no les basta el poder político y aspiran a ser obispos o cardenales espirituales de su país, a erigirse en propietarios del árbol de la ciencia del bien y del mal, en suma, aunque no les guste, jugar a ser Dios Creador y Dios Redentor.

Cuando observamos tales desventuras dan ganas de seguir a aquellos antiguos que profetizaban lo siguiente: “Todo poder, sea de la naturaleza que sea, esté en manos de quien esté, se haya otorgado como lo haya hecho, es enemigo de la ilustración”. De esa que hoy tanto se ambiciona en la España corrupta y de la que nos hace ir hacia los extremismos si no nos damos cuenta.

El buen gobierno es el que se preocupa más de la justicia y el bienestar de los ciudadanos que de su propio triunfo. Un buen gobierno se preocupa del aumento de los conocimientos en sus gentes, su educación, pero no puede pretender hacer pasar sus opciones políticas por verdades. En pleno siglo XXI no es posible decidir ni imponer lo que se ha de considerar como verdadero o falso. 

Viendo a la España actual, con dolor y lagrimones de aúpa podríamos finalizar diciendo: No corresponde al pueblo pronunciarse sobre lo que es verdad o no, ni al parlamento deliberar sobre el significado de los hechos históricos del pasado, ni al Gobierno y compañeros decidir lo que debe enseñarse en los centros educativos. La voluntad colectiva o soberana del pueblo topa aquí con un buen muro, el de la verdad, sobre el cual no tiene influencia.

La independencia de la verdad protege al mismo tiempo la autonomía del individuo, que puede apelar a la verdad ante el poder. La verdad está por encima de las leyes. Por su parte, las leyes no son fruto de una verdad establecida, sino expresión de la voluntad pública, siempre sujeta a variación. La búsqueda de la verdad pues, no depende de la deliberación pública, ni ésta de aquella.

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