Desde esta mañana de sábado, Benedicto XVI,  ya se encuentra con su buen y gran amigo San Juan Pablo II. Me consta que este gran hombre que acaba de fallecer dará que hablar por el legado que nos deja. Sin duda alguna, tras la sucesos acaecidos en un momento dado en Ratisbona a más de uno nos daba por leer y procurar entender lo que allí sucedía y, a partir de ese momento, muchos cristianos y no cristianos nos hemos leído mucho de su magisterio procurando entender la gran sabiduría de todo un fenómeno intelectual.

Los mundos de la fe y la razón los dominaba de manera abismal donde el pueblo llano, muchos de nosotros, hemos llegado a lo poco que podíamos entender.

Una manera de ensalzar a este gran hombre, sin duda, en mis cortas luces, a su sombra, es el nexo profundo que administraba al Orbe entre creer y entender. En todo momento, a lo largo de su Pontificado una y otra vez nos hablaba de que debíamos llevar en nuestros corazones la esperanza de redescubrir cuánta alegría existe en creer y encontrar el entusiasmo de comunicar a todos las grandes verdades de la fe. Comentaría muchas veces que dichas verdades no son un simple mensaje del Creador, una particular información sobre Él, sino que expresan el acontecimiento del encuentro del Padre con sus hijos los hombres.

Así, se da la circunstancia de que, mientras Dios se revela y se deja conocer, el hombre llega a saber quién es Dios y, conociéndole, se descubre a sí mismo, su origen y su destino, así como la grandeza y la dignidad de la vida humana. Estar en los mundos posmodernistas, laicistas y relativistas que nos ha tocado vivir, este buen hombre, con sus escritos, nos ha dado siempre el balón de oxígeno que hemos necesitado.

Recuerdo muy bien cuando nos hablaba en muchas ocasiones como la fe siempre nos ha dejado huella en los caminos personales de cada jornada: “la fe permite un conocimiento auténtico de Dios, que implica a toda la persona: se trata de un “saber”, un conocimiento que le da sabor a la vida, un nuevo gusto de existir, una forma alegre de estar en el mundo. Seguía comentando “la fe se expresa en el don de sí mismo a los demás, en la fraternidad que se vuelve solidaria, capaz de amar, venciendo a la soledad que nos pone tristes”.

Como católico tengo claro y recuerdo con certeza que Benedicto XVI insistía en la racionalidad de la fe en Dios, tema demasiado peliagudo. Siempre se ha rechazado en la tradición católica el llamado fideísmo, que es la voluntad de creer en contra de la razón. Dios, en su misericordia infinita es todo un misterio y, el misterio a su vez, no es irracional, sino sobreabundancia de sentido, de significado y de verdad.

Si contemplando el misterio, la razón ve oscuro, no es porque en el misterio no haya luz, sino más bien porque hay demasiada luz. Tal luz no se reduce a deslumbrarnos porque “Dios, con su gracia, ilumina la razón, abre nuevos horizontes, inconmensurables e infinitos. Por ello, la fe es un fuerte incentivo para buscar siempre, a no detenerse nunca y a no evadir nunca el descubrimiento inagotable de la verdad y de la realidad”.

Leer, reflexionar y atesorar ideas centrales de nuestra vida desde la perspectiva de Joseph Ratzinger es y debe ser algo descomunal, atrevido y enérgico. Estoy seguro de el salto mental del pensamiento diario de toda persona donde, si se lo plantea, hasta es posible salte el muro y llegue a entender las estrellas y el mundo del cosmos que hay al otro lado del Universo, lugar que no somos capaces a vislumbrar pero sí a disfrutarlo si en esta vida lo hemos ido conquistando partido a partido.

El libro de Jesús de Nazaret, a más de uno, con fe y sin fe hizo, ha hecho y hará que nos trastoque de lleno. Más de uno está convencido, y confío en que los lectores que se acerquen a este verdadero tratado pueda ver a un Jesús que hasta ahora era irreconocible para muchos.

Benedicto XVI se nos ha marchado en plenas Navidades y estoy seguro, segurísimo, que el Roscón de Reyes se lo tomará de tú a tú junto a Melchor, Gaspar y Baltasar. Más aún, otro más para dar gracias por haberlo conocido tan de cerca y en mi caso, en su propia casa. 

Sirva desde estas humildes letras para expresar mi reconocimiento a un gran hombre de bien y que hasta es posible, seguro, desde su habitación particular, tras ser ya emérito, haya sacado a la Iglesia Universal como el que más. Como han dicho muchos santos: “el poder de la oración es un auténtico volcán en su máximo esplendor”.

Descanse en paz Benedicto XVI.

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