“Vivimos en un mundo donde el funeral importa más que el muerto, la boda más que el amor y el físico más que el intelecto. Vivimos en la cultura del envase, que desprecia el contenido”
Opinion 25/09/2023 Juan Sánchez
“Recorriendo voy las calles del viejo París… (Solera)” de la France. Matizo el ‘afrancesamiento’ porque sé perfectamente que todos habréis pensado se trataba de París, Texas, pues no. Es el de la Tour Eiffel y su cubículo secreto, Les Champs-Élysées, les Bateaux Mouches, el barrio ‘canalla’ de Montparnasse −en la margen ‘siniestra’ del Sena−, que huele a tabaco y a café, a libro viejo al acecho del neófito y vibra con improvisada música de jazz eterno, sin reloj ni dueño.
En el centro, la isla, «Notre Dame», decapitada por el fuego de los siglos, desacralizada y socializada por la revolución, rutilante corona imperial para Napoleón, escenario de lujo para las diatribas de Víctor Hugo, con sus gárgolas y quimeras cómplices necesarias del enigmático, temido y romántico perdido Quasimodo, desafiando la certeza circunstancial de los parisinos…
Bien, tras la largada seudo-histórica que queda muy rimbombante, y da la impresión que servidor conoce muy bien de lo que escribe, aunque solo sea un farol/recurso literario –o no− para impresionar a los incautos, retomemos la ‘charleta’ connatural y salvaje del que suscribe…
Decía un uruguayo eterno:
“Vivimos en un mundo donde el funeral importa más que el muerto, la boda más que el amor y el físico más que el intelecto. Vivimos en la cultura del envase, que desprecia el contenido” (Eduardo Galeano).
Vivimos en la Cripta del envase (Cencerro), el chirrido estridente, la cencerrada que destaca su presencia, el chisporroteo cegador, la pretenciosa máscara veneciana, los sepulcros blanqueados, la pompa ‘enferiada’ y la pose calculada, la circunstancia plastificada y el postureo de morritos glaseados. Sobre la ‘pompa’ habría mucho que ampliar, en todos los planos y ángulos de la visión y estrategia de batalla, incluso política, o carnal. Pero eso lo dejaremos para otro artí-culo, mejor.
He caminado, renqueando, escalado derrapando terraplén abajo, gateando y arañando el rocaje vivo, dejando la piel en cada grieta de una vía muerta donde me jugaba la vida por la mínima e inmensa recompensa de llegar a la cima, y también en la montaña −ojo con esto−. Ver pasar el Cóndor desde la cumbre, aliviar mi vejiga e incinerar un ‘cilindrín’ cual laurel de gran victoria contra la niebla de la duda.
Recuerdo al maestro Miguel Gila monologar sobre ello − le conocí personalmente, en un momento demasiado bajo para su gran talla como ser humano, con sus luces y sus sombras, como todo el mundo − y seguía pensando que los montañistas estamos locos de altar. Le doy toda la razón, pero ¡bendita locura! Solo apta para unos pocos iniciados en el arte de la guerra orgánica contra uno mismo y ese rincón del pánico que nos paraliza, como a todo el mundo. Al fin y al cabo, renacer es la única razón de la existencia día a día, o no?
Toda ascensión conlleva un esfuerzo titánico. Un trabajo interior que se ve recompensado con el silencio consciente de la cumbre, el fuego humilde de la victoria y un corazón desbocado −absolutamente libre−, dentro de tu pecho.
Eso si es una gran gesta, una corona de laurel para cada guerrero de la trágica consciencia. Si no lo habéis experimentado, no podéis comprender de qué demonios estoy hablando. Es una experiencia mística, unipersonal, aunque se viva en compañía el trofeo quedará oculto entre la maleza.
En cambio, por contra, la sociedad actual premia el logro exterior, −La importancia de la circunstancia− cuanto más banal, mejor. “Cuanto peor, mejor”, que decía un ex-presidente patizambo verbal. Las medallas cada día más ostentosas y bien a la vista, −obligadas, gratuitas, sin esfuerzo−, para restregarle a la vecinita del quinto –vía red social− tus calzoncillos con pedrería de swarovski y papelina de risas que lo certifican.
Nada nuevo bajo el sol, salvo la decrepitud de los proverbios, la inacción existencial, el abandono y la deserción, la obsolescencia de los seres racionales, el trueque de motivación y prioridades desde la decadencia del librepensamiento hacia el encierro de los cabestros. O como bien dice un buen amigo, buena persona y gran escritor verificado: “El fin de los principios, es el principio del fin” o «Cuando faltan principios, es la hora del final».
Un grupo: The Doors, una canción: «The End», un film: Apocalyse Now, una sentencia: “Somos garras andrajosas arrastrándose por el fondo de un mar silencioso” −Premonitorio, aún no existía internet−… Autor: un reportero de guerra, como un cencerro, tocando a rebato en el campamento arrasado de la consciencia − y la conciencia −.
Y punto.
Y un regalo de los dioses menores…
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