El secesionismo pierde poder de movilización

Ostensiblemente silbados y abucheados fueron Pere Aragonès y Oriol Junqueras a su llegada

Politica 12/09/2021 em
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Los más de 200 autocares fletados por la ANC desde la Cataluña más abducida por las tesis separatistas no lograron devolver a la Diada a cotas prepandémicas, a aquel 2019 en el que la manifestación del 11 de septiembre ya languidecía tras el choque de realidad que supuso la frustrada proclamación unilateral de independencia. 108.000 personas se congregaron en Barcelona, medio millón menos que dos años atrás, cuando la cita ya registró la peor entrada del procés.

Aprovechando que la Generalitat suprimió el viernes la prohibición de organizar reuniones de más de diez personas, los más convencidos secesionistas se desplazaron a la capital catalana para certificar que la causa ha perdido el masivo empuje callejero de antaño y para exhibir, mayoritariamente, su repudio hacia la mesa de negociación con el Gobierno y hacia sus promotores, los dirigentes de ERC.

Ostensiblemente silbados y abucheados fueron Pere Aragonès y Oriol Junqueras a su llegada a la concentración, a pesar de no ocupar un lugar en la cabecera de la marcha, donde la exposición a la ira del soberanista descontento hubiera sido mayor, si cabe. Descolocados -y blindados por sus escoltas policiales- comprobaron el presidente de la Generalitat y el de la formación republicana que sus temores eran fundados, que la Diada iba a convertirse, efectivamente, en una encerrona alentada por sus propios organizadores, quienes habían animado a los manifestantes a despacharse con libertad contra el jefe del Ejecutivo catalán y contra su proyecto político. «No vamos a hacer de policía», aseguró a inicios de semana la presidenta de la ANC, Elisenda Paluzie, para abrir la veda al señalamiento contra ERC.

 El sentir era unánime en la plaza Urquinaona, otro epicentro de la violencia separatista contra la sentencia del procés, hoy punto de partida de la manifestación de la Diada.

«La mesa es una tomadura de pelo, hombre. Nos hemos hecho kilómetros para estar hoy aquí, pero no estoy nada contenta con los políticos. No votaré más a ERC porque la independencia no se gana así. Se gana con la vía unilateral, no hay otra», resumían Eva y Josep. Ventura Camps explicaba la frustración colectiva de una manera gráfica: «La mesa sólo tiene una pata y está a punto de caerse».

Los había como Eduard Vives que ven en la polémica por la paralización de la ampliación del aeropuerto de El Prat una «cortina de humo» para hacer fracasar de antemano la negociación bilateral a la que lo fía todo el presidente Aragonès. «Soy escéptico y vengo porque toca, porque siempre he venido, pero los políticos no se merecen la gente que hay hoy aquí».

«Es que estamos cansados de tanta parálisis. Los políticos están enredando con promesas que no nos llevan a ninguna parte», protestaba Fina.

 Pasar casi cuatro años encarcelado por impulsar el 1-O y estar viviendo su primer 11 de septiembre en libertad tras ser indultado no eximió a Junqueras de convertirse en el blanco del independentismo más exaltado, ese que se acantona en las filas de JxCat y la CUP. Ya en el arranque de la Diada, durante la tribal marcha de antorchas que da comienzo anualmente a la reivindicación nacionalista catalana, el presidente de ERC fue abucheado.

Al grito de «botifler» (traidor) fue recibido el ex vicepresidente del Govern en el Fossar de les Moreres, la muy simbólica cripta de los caídos en 1714, durante la Guerra de Sucesión. «Si no nos ha hecho callar la prisión tampoco lo harán los insultos y las amenazas», tuvo que defenderse el presidente de ERC desde el estrado.

En ese mismo sacro lugar para el soberanismo la emprenderían a golpes dos grupos de independentistas tras una de las manifestaciones de Arran, las juventudes de la CUP, como prueba anecdótica, pero también fehaciente, de la división secesionista. Esa misma violencia afloró para volver a castigar uno de los objetivos preferidos de el separatismo, la jefatura de la Policía Nacional, atacada con lanzamiento de objetos una vez finalizada la manifestación, lo que obligó a actuar a los antidisturbios de los Mossos.

Para entonces, el independentismo encapuchado ya había hecho arder banderas de España y Europa, y una enorme fotografía de Pedro Sánchez y Aragonès durante su reunión de junio en La Moncloa, en nítida amenaza a esa «agenda del reencuentro» en horas bajas.

«President, haga la independencia», acababa de vociferar a unas cuantas manzanas Paluzie para culminar la marcha emulando el «president, ponga las urnas», emitido en 2014 por Carme Forcadell para empujar a Artur Mas a organizar el 9-N, embrión del referéndum unilateral con el que el independentismo cruzaría el Rubicón tres años después.

La presidenta de la ANC fue inmisericorde con la clase política independentista y especialmente con ERC. «El derecho de autodeterminación no se mendiga al Estado opresor; se ejerce como en el 1-O», proclamó exigiendo la vuelta a la unilateralidad a cinco días de la fecha escogida por Aragonès para celebrar la reunión de la mesa de negociación con el Gobierno.

«Que el Govern deje de mirar permanentemente al Estado esperando concesiones que no vendrán nunca. El Estado español percibe las demandas como un símbolo de debilidad y lo aprovecha para aplastarnos. Vuelvan a tener un proyecto propio, centrado en la autodeterminación», prosiguió la líder de la principal organización secesionista catalana, ya coralmente jaleada por los concentrados a las puertas del parque de la Ciudadela, donde se inscribe el Parlament.

Y, tras la crítica, el desafío, una vez más declamado por Jordi Cuixart. El presidente de Òmnium celebró haber sido excarcelado sin necesidad de pedir perdón: «El Estado no ha ganado y lo tiene claro. El Estado sabe que lo podemos volver a hacer».

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