El aborto, la religión del progresismo

La guerra cultural que ha fracturado a la sociedad (con reverberaciones que se dejen sentir en el resto del mundo a fuerza de soft power) tiene un componente religioso que no puede ser desestimado

Aborto

“Seamos claros: el derecho al aborto es sagrado” – John Fetterman, vicegobernador de Pensilvania

Pasada la histeria covidiota, los medios de intoxicación masiva y su maquinaria de indignación han puesto su foco en otras causas explotables. Hace unos meses los avatares con mascarillas dieron paso a las banderas de Ucrania, mientras que el culto a Zelenski sustituyó al de Fauci. Hoy, gracias a un borrador filtrado de la Corte Suprema americana, el tema que acapara la atención es el del aborto. Un meme sintetiza el cuadro perfectamente: New current thing just dropped.

Vuelven los“pussy hats” y las protestas inspiradas en El cuento de la criada. El Democrat-media complex guía, cual flautista de Hamelin, a las masas manipulables. La noción de que la prensa corporativa tradicional ha menguado su influencia parece desmentida por la realidad.

Ante el pésimo desempeño del presidente Biden en las encuestas y la cercanía de las elecciones de medio término, la maniobra de divulgar un fallo que representaría la desfederalización del aborto, aparte de un grave irrespeto a las normas republicanas, es una acción sospechosa. Probablemente orientada a darle estímulos a una alicaída base demócrata. Lo cierto es que la opinión mayoritaria del juez Alito no es el abreboca de una proscripción ni nada similar, simplemente implicaría devolverle a los estados la capacidad de redactar su propia legislación.

El aborto y la pendiente resbaladiza
Parte esencial de ser conservador es entender que la pendiente resbaladiza es real. Lo que muchas veces empieza con concesiones aparentemente razonables, puede terminar haciendo que nuestro orden social se vaya a pique.

En asuntos tan sensibles como los del aborto y la eutanasia suele partirse de la excepcionalidad para definir la norma general. Véase lo común que es el uso del incesto y la violación como justificación del primero. Las historias de niñas embarazadas que combinan ambos son el recurso favorito de la grey progresista para ilustrar la supuesta crueldad e intransigencia de los provida. Sin embargo, estos escenarios (terriblemente dramáticos, nadie lo niega) son por completo marginales. Sumados incesto y violación no superan el 1 % de las causas esgrimidas para realizar abortos. La primera causa, por mucho, según el filoabortista Guttman Institute, es evitar los «cambios dramáticos (sic) que supone la maternidad»

¿Raro, seguro y legal?
«Si los hombres pudieran quedar embarazados, el aborto sería un sacramento», es una cita que se le ha atribuido alternativamente a las activistas feministas Gloria Steinem y Florynce Kennedy. Aunque todavía se está estudiando la posibilidad de implantar úteros en hombres, no hemos tenido que esperar al embarazo masculino para que el aborto se convierta en sacramento.

El aborto como tragedia, o al menos como dilema ético, está desapareciendo. En 2022 no admite excepciones y es válido en cualquier punto (i.e., late-term abortions). Un derecho en términos absolutos. No es algo que se deba ocultar, sino que incluso es motivo de orgullo (como vemos con la apropiadamente titulada campaña ShoutYourAbortion). Camille Paglia sostiene que buena parte de la educación sexual contemporánea directamente patologiza el embarazo y ofrece el aborto como cura.

Qué lejos ha quedado aquello del aborto “seguro, legal y raro”, lema de Bill Clinton durante los 90. El aborto ha pasado a estar tan extendido como práctica que es casi un método anticonceptivo. Se calcula que desde 1973 (año del fallo Roe vs. Wade) se han producido sesenta y tres millones de estos procedimientos en Estados Unidos. Sesenta y tres millones de vidas ofrecidas al altar de Moloch y Planned Parenthood.

Ideologías, religiones secularizadas
No puede extirparse la sacralidad de la experiencia humana, por más que se intente. Según Rieff, una cultura que persiste independientemente de todos los órdenes sagrados no tiene precedentes en la historia. La muerte de los “dioses viejos”, escribe R. R. Reno a partir de la obra Durkheim, no implica en modo alguno la muerte de lo sagrado. Este es un ingrediente que la vida pública siempre ha requerido, y la sociedad occidental post cristiana no es —ni será— la excepción a esta regla.

El progresismo es una religión… de sustitución. De hecho, todas las ideologías lo son. Pero a diferencia de la religión en el sentido clásico, este no perece por el kitsch, sino que prospera a través de él. Si el kitsch es “una enfermedad de la fe” (Scruton dixit), el progresismo es el kitsch convertido en fe. El progresismo está hecho a la medida de unos tiempos en los que, citando a Dalrymple, lo importante no es hacer lo correcto, sino mostrar adhesión a las ideas “correctas”. Quizá no es tan extraño que los enemigos declarados de toda superchería y los paladines del secularismo tengan su propio panteón de santos, integrado por personajes como George Floyd o Ruth Bader Ginsburg. De esta última, en deleznable parodia del cristianismo, incluso se prenden velas con su efigie.

La guerra cultural que ha fracturado a la sociedad americana (con reverberaciones que se dejen sentir en el resto del mundo a fuerza de soft power) tiene un componente religioso que no puede ser desestimado. El apotegma del cardenal Henry Edward Manning conserva su vigencia: «Todo conflicto humano es, en última instancia, teológico».

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