Opinion Inma Castilla de Cortázar Larrea 14/05/2024

El constitucionalismo catalán

"En las actuales circunstancias, no podemos obviar que es Bildu el director de orquesta de la desafinada y desafiante sinfonía de los que pretenden 'que España deje de formar parte del selecto club de democracias avanzadas' "

Inma Castilla de Cortázar Larrea

En un memorable Manifiesto "Por un voto constitucionalista, sin engaños", presentado en Barcelona el pasado martes 7 de mayo, por cinco constitucionalistas ejemplares, Teresa Freixes, Nicolás Redondo, Miriam Tey, Sergio Fidalgo y Joaquín Villanueva, al que se han adherido decenas de miles de ciudadanos entre los que me encuentro, se resume el itinerario de deconstrucción de nuestra Democracia que el nacionalismo ha promovido en estas últimas cuatro décadas.

 Aunque hacen explícita referencia al nacionalismo catalán es completamente aplicable al nacionalismo vasco porque ambos comparten esa profunda raíz antidemocrática que es un conglomerado "de fanatismo y fantasía, de sectarismo y quimeras". Estas coincidencias no sorprenden a nadie:

Baste recordar la Declaración de Barcelona de julio de 1998, firmada por Convergéncia i Unió (CiU), el Partido Nacionalista Vasco (PNV) y el Bloque Nacionalista Gallego (BNG) en defensa de los «derechos nacionales» de sus respectivos territorios (entre ellos la "inmersión lingüística") frente a la política "españolista" del Gobierno de España.

La propia declaración dejaba constancia de que se inspiraba en precedentes iniciativas como la Triple Alianza de 1923 o la Galeuzca de 1933 en los inicios de la II República.

 Pues bien, como consecuencia de la formidable respuesta ciudadana tras el asesinato "a cámara lenta" de Miguel Ángel Blanco el nacionalismo vasco entró en pánico y se radicalizó, aunque la radicalización –dicho sea de paso— es invariablemente la historia natural del nacionalismo étnico.

Se reunieron todas las fuerzas nacionalistas vascas, incluida ETA, firmando el Pacto de Estella–Lizarra (septiembre de 1998) del que surgió el Plan Ibarretxe, que descarriló como no podía ser de otra manera. La pretensión era la de un "Estado libre asociado" sinónimo de "independencia subvencionada" como la definiría Mikel Buesa.

 ETA, que siempre había actuado como punta de lanza del permanente reclamo de más competencias, más privilegios y más cesiones por parte del Gobierno de España a los nacionalismos, tras el estrepitoso fracaso del Plan acordado en Estella, diseñó astutamente una estrategia en Cataluña (febrero de 2004): con el pacto de Perpiñán entre ETA y ERC, ésta tomaba el relevo de ETA en el proyecto de ruptura de España con el nuevo Estatuto de Cataluña siempre apoyado por el entonces presidente socialista de España.

Éste es el legado de Rodríguez Zapatero. Jaime Mayor Oreja, con sus habituales premoniciones afirmó que el procés no se diseñó en Cataluña: "…fue con un pacto entre R Zapatero y ETA, que no llegó a escribirse, por el que ETA dejaba de matar y R Zapatero, como contrapartida, cambiaba España en el ámbito territorial, social y moral".

Y algunos ingenuamente piensan que ETA ha sido derrotada, que hay que pasar página, sin advertir que el objetivo de esta perversa estrategia es deslegitimar la Transición a la Democracia y la Constitución del 78 a la que dio lugar, logrando un cambio de "reglas del juego" que desconciertan a los constitucionalistas entre los que no se encuentra el PSOE de Pedro Sánchez.

 Más aún, Sánchez reconoce esa alianza con el nacionalismo como "el frente popular populista nacionalista" integrado por socialistas y nacionalistas vascos y catalanes. En las actuales circunstancias, no podemos obviar que es Bildu el director de orquesta de la desafinada y desafiante sinfonía de los que pretenden "que España deje de formar parte del selecto club de democracias avanzadas", en palabras de los autores constitucionalistas del mencionado manifiesto.

Albert Einstein afirmaba que "el nacionalismo es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la humanidad".

En España, hemos asistido durante décadas a una "metastatización" de la enfermedad nacionalista a toda la nación, incluso en regiones nada sospechosas: las políticas lingüísticas son un claro ejemplo. Retomando la certera definición de Einstein, el nacionalismo no supera la pubertad cívica, se establece en el infantilismo civil, al reclamar insaciablemente derechos, sin reparar en que tiene deberes.

El nacionalismo no supera la pubertad cívica porque prioriza los sentimientos sobre la razón, sentimientos que pretende imponer a todos los ciudadanos a los que exige "un nacionalismo por obligación", en feliz expresión de Fernando Savater.

 No me resisto a transcribir el dramático realismo que logran transmitir los autores de manifiesto que suscita estas líneas: "Los partidos secesionistas, durante los peores años del procés, especialmente durante los denominados "plenos de la vergüenza", violaron los derechos de los diputados de la oposición, aprobaron leyes de desconexión contraviniendo resoluciones judiciales y yendo en contra de la Constitución y del Estatuto de Autonomía y, con ello, nuestros derechos ciudadanos, al tiempo que se pretendió formalizar un supuesto derecho de autodeterminación, sin cabida en la Carta Magna, ni en el Derecho Europeo ni en el Internacional" (…)

La Policía localiza una carta clave en el caso Mascarillas que destapo Impacto España Noticias en el año 2021

"Además de apropiarse de las instituciones, de la Administración y de todo aquello en lo que la ciudadanía basa su vida cotidiana, seguridad y libertad, los ciudadanos de Cataluña tuvieron que soportar una violencia, tanto física como psicológica, dirigida a formalizar la opresión nacionalista en todas las facetas profesionales en aras a una pretendida Cataluña en la que solo cuentan los ciudadanos partidarios de su paranoica cosmovisión".

 Ya lo decía el célebre austriaco Stefan Zweig, cuando definía al nacionalismo, en El mundo de ayer, como la peor de todas las pestes, porque "envenena la flor de nuestra cultura europea". Es decir, envenena los tres grandes baluartes de Occidente: la igualdad, la libertad y la solidaridad.

Recurramos, para concluir, a unas palabras del Manifiesto que transmiten la esperanza, realismo y vigor que tanto necesitamos: "Los independentistas nunca han tenido fuerza ni capacidad para lograr la quiebra de la nación española, pero en determinados momentos de la historia han sido capaces de cercenar las experiencias democráticas de los españoles". Dios los confunda ahora también, aunque bien confundidos están.

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