No, no es que Cartagena lleve el pie cambiado; sino que, como bien dice un buen amigo y excelente historiador de los asuntos cartagineses, José Luis, la historia la escriben, siempre, nuestros enemigos. 

Cartagena le debe lo que es, al rey don Enrique III, que aunque vivió seis años del siglo XV, fue un rey doliente por la enfermedad, que, como por aquel entonces no existía la seguridad social, cosa que le encanta al casperio español murciano que volviera a pasar, por mas perlas y esmeraldas que le molieron los boticarios como remedios para curarlo (eran, generalmente judíos) no lo sacaron para adelante, y se marchó al cielo, según y como lo aseguran que pasa con los reyes, al dicho y afirmación contundente de la santísima secta del clero católico romano. 

De don Juan I de Castilla, padre reconocido de don Enrique III, porque para el entonces los cardenales de palacio los examinaban del tono de voz antes de entrar a trabajar en palacio, fue el que en cierto modo metió en cintura a la siempre mal llamada nobleza española, que, tal y como acontece en la actualidad con los ricos, no es que se creyeran solo entonces que eran los amos, sino que en la realidad lo eran y lo siguen siendo. 

El orden que estableció el Ordenamiento de Lanzas de 1.387, vendría muy bien ahora a la Cartagena heredera de aquellas gentes, que, aunque no reconocidas por el clero católico que por fuera de “su Isabelica la beata o su Alfonsico el listico”, todo lo anterior o posterior, hasta llegar al fascismo o al franquismo, ha sido furufalla. 

En la Cartagena actual hay, existen, viven y moran muchos amantes de Cartagena, que cada cual siguiendo la premisa política de “ yo, si voy en la parte de alante, salgo de concejal, y los demás que les vayan dando”, siguen su bola personal, económica, de gustazo; que se podría solucionar obligando a que todos los varios partidos políticos existentes, se fusionaran en una solo para defender de verdad y no de mentirijillas las muchas necesidades que el bipartidismo (pepé- pesoe), con tales siglas o con otras, con más años que el tabaco jodiendo a España, parece que se han cebado en Cartagena. 

Aquella España que un duque, el de Benavente; que un marqués, el de Villena, que tres condes, el de Trastamara, el de Niebla y el de Noroña o Noreña, como si fueran los actuales bancos, controlaban y llenaban de miserias y hambrunas a toda España, gracias al empuje de un hombre enfermizo, don Enrique III, y el Ordenamiento de Lanzas de su padre, en Cartagena, la anarquía, las encomiendas religiosas y de favores, los privilegios y facciones o bandos que la hacían, como ahora, ir de mal en peor, la cosa cambió. 

Y cambió tanto la ciudad, hasta el extremo que los curas, le dieron el visto bueno a “su Isabelica la beata” para que revocara la merced de la ciudad de Cartagena y su puerto de mar, corriendo el año de 1.503, y la incorporaron a la corona de Castilla, a cambio de Los Vélez (el Blanco y el Rubio) y los Lugares de Las Cuevas y Portillo. 

Pero había sido tanto el destrozo ciudadano cartaginés, y lo poco que había, como ahora, cada vez estuvo más enmierdado que, aunque los cartagineses alcanzaron con el trato político naturaleza preferente para poder marchar a buscar fortuna despellejando nativos a Las Indias, no había fuerzas vecinales, como ahora, sino fue para seguir bebiendo agua salobre en los pozales de madera que la sacaban con gusarapos de los pozos y las aljibes. 

Y puede que lo único que haya cambiando y ya no son itinerantes, es que los políticos al mando necesitaba de unas ciento ochenta acémilas para sus desplazamientos, y ahora, muchas acémilas más, los tienen comiendo en el pesebre sin dar coz alguna. 

Salud y Felicidad sin covid.