EL SUICIDIO

El suicida puede haber llegado a serlo porque no ha podido, o no ha querido adaptarse a ellas, o porque ha decidido terminar sus problemas de esa manera

Opinion 13/05/2023 Jesús Ángel de las Heras
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SUICIDIO

«Fallecidos por suicidio» es una expresión que me ha extrañado escuchar en un vídeo de presentación de la asociación DSAS, siglas que corresponden a «Después del Suicidio Asociación de Supervivientes».

Sí, cuando fallece un familiar o un amigo íntimo hay un dolor genuino que deberíamos saber gestionar para que no acabe causándonos una enfermedad real. Lo psicológico influye en lo somático, y viceversa, e influye no solo en nosotros, sino en los que están a nuestro alrededor.

Vivimos en nuestras cosas, y de repente un fallecimiento nos da un golpe, y nos ponemos a cuestionar nuestras actitudes y comportamientos, nos sentimos responsables a veces más allá de lo razonable, porque esa realidad que de pronto nos duele tanto la rechazamos, y nos planteamos qué podíamos haber hecho para que no sucediese, o si es un hecho imprevisible, como un accidente o una enfermedad, nos planteemos también qué cosas buenas o eficaces podíamos haber hecho por esa persona y que ya no vamos a poder hacer jamás porque ya se ha ido.

Todo esto es generado por sentimientos de culpa y por un apego a esa persona, o a lo que representa, o a lo que acabamos de perder con ella. Son sentimientos muy comunes, si bien no por ello lícitos o razonables. Al fin y al cabo todo el mundo encuentra objetables muchos comportamientos que tienen sus semejantes.

Por eso no es tan infrecuente la gente que se compare con los demás, o bien para ponerse de ejemplo, o bien para culparse por cosas que no siempre son culpa suya, para pasar luego —en el segundo caso— a una exculpación y victimización. Pero disculparse no es pedir perdón, ni a sí mismo ni a quien nos va a faltar para siempre.

Porque disculparse es quitarse la culpa, y pedir perdón supone haber asumido la culpabilidad de forma clara e indiscutible previamente. Por eso la disculpa casi siempre va seguida de una justificación, mientras que la petición de perdón expresa dolor por lo que se ha hecho.

Dicho todo lo anterior, el caso del suicidio es peculiar. Es una muerte que se nos antoja evitable, inexcusable y que nos hace más daño, porque, además, nos lleva a cuestionar nuestra propia actitud y comportamiento con el fallecido, en el inútil intento de averiguar cómo podríamos haberlo evitado. El suicidio es la causa de mayor número de muertes en España desde hace muchos años. Según he leído, alcanza el número de 4000 cada año, en números redondos. Unas 11 cada día.

Al decir que nuestro pariente o amigo «ha fallecido por suicidio» nos estamos exculpando, nos disculpamos de la posible culpa que tengamos  —si creemos que la tenemos— y asumimos el papel de víctima, cuando en realidad la víctima es solo el que se ha ido. Los demás lo acabaremos superando con más o menos dolor, con más o menos tiempo, de forma mejor o peor, pero lo superaremos, excepto si nos suicidamos también.

Porque todo es superable en la vida, todo se puede remontar y llegar a un estadio superior de vida, dado que el ser humano es adaptable a las nuevas condiciones siempre. Ya lo dijo el filósofo don José Ortega y Gasset: «yo soy yo y mis circunstancias».

No dijo «Yo soy mis circunstancias y yo», sino que puso al yo antes de las circunstancias, y por lo tanto  —a mi entender— soy yo el que puede cambiar o gestionar mis circunstancias, soy yo el que es responsable de lo que haga yo, sean las circunstancias que sean, que podré aceptar o no, que podré cambiar o no, o a las que me podré adaptar del modo que yo decida y pueda, o no.

El suicida puede haber llegado a serlo porque no ha podido, o no ha querido adaptarse a ellas, o porque ha decidido terminar sus problemas de esa manera, o incluso puede haber sido una decisión totalmente libre, aunque los demás no la respetemos, a la luz de lo que he leído y visto a lo largo de mi vida.

Muchos de los comportamientos que en el pasado se consideraron enfermedades, hoy en día hemos aprendido a respetarlos. Por ejemplo la homosexualidad. No hace tantos años que se decía que era una enfermedad, e incluso se intentaba tratarla médicamente, como una más.

Hoy en día hemos aprendido a respetar a las personas homosexuales, e incluso se ha promocionado esa forma de ver la vida. ¿Quién no nos dice que en el futuro pasará lo mismo con los suicidas? Se nos dice que no debemos juzgar a los demás para no ser juzgados, e incluso yo aún diría más: no juzgues para no hallar tu propia sentencia en tus propias palabras. Porque nadie más intolerante que el que lo juzga todo de modo negativo, ni nadie más impertinente que el que lo juzga todo, sea positiva o negativamente.

Al fin y al cabo el mundo no se creó  —si es que lo creó alguien— para complacer a cada uno de nosotros, ni siquiera para complacer a la humanidad considerada como un todo. Buscarnos la vida no es ser la unidad de destino en lo universal. Y cada elemento de lo que llamamos humanidad se ha buscado la vida como ha podido desde que el mundo es mundo, ni más ni menos.

El mundo sucede, el mundo apareció, y quizá algún día sepamos cómo y por qué, aunque en realidad eso no sea fundamental para que tengamos una vida plena y feliz. Y que podamos terminar cuando queramos, sin que nadie nos juzgue mal por ello. Al fin y al cabo, ¿de quién es tu vida, lector? ¿Es tuya o del Estado? ¿O de tu familia? ¿O de tus amigos?

Cada día encontramos intromisiones en nuestra vida por parte de los demás, incluso del Estado, ese ser anodino y anónimo contra el cual decimos todos que estamos porque nos amarga la vida con impuestos, y sin embargo lo servimos incondicionalmente y no se nos ocurre cuestionarlo porque creemos que nos resuelve problemas…, pero sea esa otra discusión.

Lo relevante es que nosotros también nos entrometemos en la vida de los demás. No decimos que nuestro amigo o pariente se suicidó, decimos que «murió por suicidio». Como si estuviera tan tranquilo cuando le cayó encima el suicidio, lo que quiera que queramos decir con eso. Es la prueba del nueve, el rizar el rizo de lo políticamente correcto.

La hipocresía suma, que viene a ser lo mismo. Pues miren con atención: si ustedes son los dueños de su propia vida  —y si no lo son, tienen ustedes un problema peor que el suicidio— pueden hacer con ella lo que quieran, aunque sea dentro de lo que puedan, puesto que también estamos sometidos a límites por la naturaleza, nuestra cultura y la sociedad en que vivimos.

Pero una de las cosas que puede hacer uno es suicidarse. Matarse a sí mismo. En España no recuerdo yo que haya habido ley alguna que prohíba suicidarse. Ley estúpida sería, pues no habría castigo superior a la muerte misma. Y sin embargo en muchos países es ilegal suicidarse. O sea, que si lo intentas y te sale mal, te curan y luego te castigan, al menos teóricamente.

En la práctica te pueden ingresar en una institución psiquiátrica «para curarte de esa enfermedad», como antes se hacía con los homosexuales en algunos países, o en la Unión Soviética con los disidentes políticos, porque en su oligofrenia aquella gente no entendía que hubiera nadie que no viera lo maravilloso que era ser todos iguales, aunque pasaran hambre por igual —sin privilegios— o tuvieran una vida miserablemente igual…

Pero ¿somos nosotros mejores que aquellos soviéticos de pura cepa que pensaban sinceramente que nadie en su sano juicio podía disentir del pensamiento generalizado? ¿De verdad alguien puede pensar  —sin estar loco— que es mejor morir que vivir?

Este escrito no es un apología del suicidio, sino del respeto. Y el respeto a los suicidas empieza por no esconderlos, por no negarse a hablar del suicidio, y por no intentar exculparles de un delito que nos hemos inventado, al decir que se ha muerto por suicidio, en lugar de la realidad, que se han matado ellos mismos. ¿Tenían derecho a hacerlo? ¿Tenían derecho a hacernos esto a nosotros?

La verdad es que si respetamos las últimas voluntades de los difuntos, deberíamos respetar la más última de ellas, que es el acto de matarse a sí mismo. Matar a alguien es delito, cierto, y vituperado en todas las sociedades, pero cuando la víctima es el propio asesino, nos encontramos ante un dilema: ¿compadecemos a la víctima, o condenamos al asesino?

Porque, siendo la misma persona, no sabemos qué hacer y nos inventamos tonterías como que al pobre le ha caído encima el suicidio. Los que se quedan pueden tener más dolor que si los hubiera matado otra persona —homicidio del que se puede acusar al asesino—, o si hubiera fallecido en accidente —cuyas causas son ajenas a nosotros—, o una enfermedad —inevitable, como tantas cosas en la vida— o simplemente porque ya estaba muy viejo —ley de vida, al parecer inapelable—, causas todas cuya culpa nos es totalmente ajena, aunque todas ellas puedan ser matizables. Pero el dolor siempre es nuestro, y causado por nosotros.

Porque no respetamos el libre albedrío del que se ha ido.

Y por eso cuando conseguimos exculparnos del todo, pasamos a culpar al que se ha ido, haciendo caso omiso de que bastante ya tiene el pobre con haberse muerto. Quizá por eso se fue. Nadie piensa que ya no nos tendrá que soportar más. Nosotros tampoco lo tendremos que soportar, pero ahora es cuando sí nos gustaría hacerlo, aguantar sus rarezas, cambios de humor, etc. Por eso cuando alguien fallece no faltan los panegíricos y muestras de cariño. Muestras que quizá nunca hubo en vida del finado.

¿Y qué le vamos a hacer? Somos así. Excepto los pocos que aprenden algo de los duros zarpazos de la vida, y se ponen las pilas. Esa es la base de una larga y sana vida, a mi entender.

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