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Henry Kissinger en el recuerdo
"El universo de sus creencias no era tanto el resultado de convicciones absolutas sino, como bien se podía colegir de sus conversaciones, el de los arreglos entre las disidencias para garantizar una cierta calidad de paz"
Opinion 02/12/2023 Javier RupérezFue en octubre de 1976 cuando tuvo lugar en el Departamento de Estado en Washington la entrevista entre el entonces secretario de Estado americano, Henry Kissinger, y el hacía pocas semanas nombrado ministro español de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja. Yo, en mi calidad de su jefe de gabinete, acompañaba al ministro español, que dos días antes había pronunciado ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York el primer discurso que un responsable gubernamental posfranquista presentaba ante la organización internacional.
Adolfo Suárez había sido nombrado presidente del Gobierno en julio de ese mismo año en sustitución de Carlos Arias Navarro. Todavía bajo el mandato de este último, el 26 de junio, Kissinger había visitado Madrid para firmar con el todavía ministro de Asuntos Exteriores, José María de Areilza, la renovación de los acuerdos bilaterales de defensa entre España y los USA que databan de 1956.
Era un gesto significativo e importante: los americanos apostaban por la España que el Rey Juan Carlos I, pocas semanas antes ante el Congreso americano, había descrito como un país con voluntad democrática.
Oreja había hecho lo propio ante Naciones Unidas, en un tono contundente y convencido, que no dejaba lugar a dudas: la España que entonces comenzaba su nuevo curso, y el gobierno al que el ministro pertenecía, estaba profundamente comprometido a inaugurar sin excepciones una historia democrática para el país y sus habitantes. Como colofón de sus afirmaciones, Oreja anunció que el Gobierno español suscribiría de forma inmediata los textos internacionales sobre los derechos humanos.
Durante la entrevista en Washington con Kissinger, que se prolongó durante dos horas y estuvo seguida de un frugal almuerzo, el secretario de Estado se mostró particularmente interesado en el futuro de España. El ministro español, en lo fundamental y con añadido detalle, le expuso el contenido de su intervención ante la ONU en un largo discurso rematado con asentimiento por el americano y subrayado con prometedoras palabras: «Estamos plenamente con ustedes. No dejen de hacernos llegar sus necesidades y deseos.
Estamos en el mismo barco de la estabilidad democrática». Propósito que, en lo fundamental, y haciendo caso omiso de alguna que otra errabunda conducta, ha seguido formando la base sustancial de nuestras relaciones con los Estados Unidos.
Aunque Henry Kissinger dejara de ser secretario de Estado pocos meses después, coincidiendo con la llegada de Jimmy Carter a la Casa Blanca y con ello entrara en una dimensión vital en la que nunca llegara a abandonar lo público pero en la que, al mismo tiempo, multiplicó sus siempre presentes y valiosas aportaciones en lo privado: universidades, consultorías, empresas, libros...
Me reencontré con él en varias ocasiones durante los tiempos, entre el 2000 y el 2007, cuando sucesivamente ocupé el puesto de embajador de España en Washington y el de director del Comité Antiterrorista del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas en Nueva York.
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Mantenía una excelente y admirable agilidad intelectual, recordaba al detalle aquellos primeros encuentros en Madrid y en Washington, estaba razonablemente al tanto de la evolución que España había experimentado y seguía creyendo en lo que 25 años antes presentara como ley de vida: la estabilidad democrática.
Aunque el universo de sus creencias no fuera tanto el resultado de convicciones absolutas sino, como bien se podía colegir de sus conversaciones, el de los arreglos entre las disidencias para garantizar una cierta calidad de paz. Y en esos meandros se han movido siempre las famas y las críticas que su persona ha recibido durante el siglo de su existencia. De China a Vietnam. De Chile a Yom Kippur. Del premio Nobel de la paz a los ruegos para que a él renunciara. Cosa que, por cierto, nunca hizo.
Se podría llegar a construir una biblioteca de cierta extensión que recibiera el nombre de Kissinger y que albergara la importante cantidad de sus aportaciones al mundo de la escritura. Toda ella, por cierto, excelentemente elaborada y de harto interés. Aunque muchas de las conclusiones que en ella se encuentran pueden resultar discutibles o dudosas.
Porque en realidad, y según mis particulares gustos y apreciaciones, el mejor Kissinger es el que en 1957 presentó su tesis doctoral en la Universidad de Harvard. Publicada poco tiempo después, y reeditada hasta el infinito, se titula A world restored, Un mundo restaurado y describe las menudencias que, en el Congreso de Viena, tras las guerras napoleónicas de principios del XIX, convocaron las acciones, entre otros, del austriaco Metternich y del británico Castlereagh, para reconstruir la paz.
Es sabiduría convencional conceder el éxito de la tarea al austriaco. Kissinger opina lo contrario y opta por el británico, hombre dotado de capacidades negociadoras y convivenciales de las que carecía, al parecer, el austriaco. Y si bien se mira, la respuesta está en esas descripciones: Kissinger quiso ser el Castlereagh de su historia, no la del representante del imperio vienés. Es posible que al menos en parte lo haya conseguido.
Judío alemán de origen, exiliado a los Estados Unidos en 1938 junto con su familia, Kissinger nunca perdió en su habla inglesa un palpable acento germánico. Su hermano, llegado a los USA en las mismas fechas y en las mismas condiciones, hablaba inglés sin ningún acento y ocasión hubo en que algún amigo próximo le preguntó por la curiosa disparidad: «¿Por qué el alemán de tu hermano y la pureza inglesa del tuyo?». El hermano no tardó en responder: «Porque yo escucho».
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