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Cuando lanzan campañas a favor de su entender sobre la familia, sexualidad o educación no reconocen estar librando tal guerra
Opinion 02/12/2022 MARIANO GALIÁN TUDELAEl debate al que asistimos sobre diversas ideas y pareceres del que hacen progresar o retroceder a una sociedad, hasta cierto punto, entra en el bombo del juego democrático, pero no nos olvidemos que siempre existe un alguien que encaja a otros las ganas de polarizar, mientras se atribuye para sí los más honrosos propósitos. Miren por un momento y procuren comprender cómo izquierdas y derechas no llegan a acuerdos de calado cuando se habla de corrección política, diversidad o libertad de expresión. Estamos ante una guerra cultural por excelencia y aquí, de más, como se dice en nuestra querida España hay “canela en rama”.
Observamos como los negacionistas de las guerras culturales quitan hierro a fenómenos que preocupan a una parte de la sociedad y atribuyen el interés por cuestiones de este tipo (diversidad, libertad de expresión, etc) por cuestiones de este tipo a la excesiva atención que les prestan los grupos más polarizados. Lo paradójico es que no pocos de estos negacionistas son auténticos guerreros culturales, embarcados en la misión de liberar a la humanidad de lo que consideran pecados de la civilización occidental.
Así pues, cuando lanzan campañas a favor de su entender sobre la familia, sexualidad o educación no reconocen estar librando tal guerra, Antes bien, se presentan como “batalladores de la justicia social”, De modo que la cruzada de estos activistas por cambiar la mentalidad hegemónica aparece siempre como una exigencia de la inclusión y la diversidad, mientras que son los otros, los partidarios del efecto contrario, los que están partiendo en dos a la sociedad con sus radicales causas.
Desde el mundo woke, es difícil comprender por qué hay quienes les acusan de querer adoctrinar. Según su punto de vista, lo que ellos hacen es educar y sensibilizar, aunque la mejor manera de entender la “creación de conciencia” es como un eufemismo para convertir a las personas hacia los valores de los propios creadores de conciencias. Los partidarios de los valores tenidos por conservadores repiten el error de erigirse en portadores únicos de la decencia y el sentido común cuando niegan a reconocer los avances que ha traído la visión moral de la izquierda, o cuando minimizar problemas reales, como los subrayó la muerte de George Floyd a manos de un policía blanco y ante la indiferencia de otros tres agentes.
En los debates candentes en la opinión pública, existen términos que provocan emociones imprevisibles, de ahí la conveniencia de explicitar el significado de las expresiones que usamos en dichos debates. El estudio de The Politics of the Culture Wars in Contemorary Britain publicado hace días por el think tank Exchange, es un buen ejemplo de los malentendidos que rodean a la batalla de las ideas.
Su autor, el politólogo Eric Kaufmann, parte de una de las conclusiones de otro informe; el 72% de los británicos opina que la corrección política es un problema, y lo mismo piensa un 73% respecto del discurso del odio. Ambas opiniones son compatibles. Y sugiere que quienes se preocupan por la libertad de expresión no tienen por qué ser unos haters. Kaufmann aduce que rara vez la vida real ofrece conflictos con respuestas tan nítidas; lo más habitual es que las discrepancias entre esas dos preocupaciones dependan de lo que cada interlocutor tenga en mente. Por ello, las preguntas de las encuestas son tan decisivas.
El apoyo a las normas no escritas que establecen qué se puede decir y qué se debe callar-crece a medida que nos acercamos al ala más a la izquierda del arco ideológico. Pero existen otros predictores de peso: es más probable que las mujeres, los jóvenes y los empleados en profesiones liberales prioricen la preocupación por proteger a las minorías.
Existe una especie a la regla de que la mayor parte de la sociedad no es woke: los jóvenes. Además, los de menos de 35 años tienen menos reparos para apoyar las restricciones a la libertad de expresión: a la cuestión de si las editoriales deberían dar la espalda a Rolling, el “no” gana por la mínima entre los 18 a los 25 años; el apoyo a la escritora va creciendo en cada franja de edad hasta llegar al 82% frente al 3% entre los mayores de 50.
Este es un argumento serio frente a la hipocresía de que lo woke va a tocar techo: si es verdad que la política identitaria sigue concitando crítica en las filas de la izquierda, también lo es que una mayoría de jóvenes sintoniza con sus planteamientos. Aquí cabe plantear una pregunta: si hay que velar por que los jóvenes no se hagan anti-minorías, ¿no habría que hacer lo mismo para que tampoco se hagan antilibertad de expresión?
Quizá por ello no es extraño que en la encuesta de YouGov y Policy Exchange a una muestra representativa de 1818 adultos británicos, realizada en mayo de 2022, la mayoría quiera que se preste tanta atención a la diversidad ideológica o de puntos de vista como a la diversidad racial y de género.
La recomendación estrella podría ir en torno a “no fingir acuerdo donde no lo hay”, sino constatar los desacuerdos y actuar en consecuencia. Muchos postulados woke son posiciones abiertas al debate, no valores comunes a todos. Por ello, el Estado debería mantenerse imparcial respecto a ellas, especialmente en la administración pública, la sanidad y la educación. Esta materia, claramente, es “canela en rama”.
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